El gran clásico de Bradbury exige de una lectura pausada para disfrutar valores que poco tienen que ver con los que disfrutamos en otras obras maestras de la cf.
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Un hombre en la oscuridad, Paul Auster
Terminé de leer Un hombre en la oscuridad hace, creo, tres semanas. Fui posponiendo escribir estas líneas por tareas más relevantes, y me equivoqué. Fruto del propio desinterés del texto, lo he olvidado en gran medida. Recuerdo con más viveza detalles de novelas de Auster que leí hace años.
La razón de que me ponga con esta tarea es que ha corrido la especie de que la novela es una ucronía, algo subrayado por el hecho de que ha sido proclamada finalista del premio Arthur C. Clarke. No es cierto. Fruto de uno de los juegos literarios a los que el autor es tan aficionado, hay ciertamente una especie de aborto de ucronía inserta en la historia. Pero la novela no es de género. No es más que otro paso de Auster en dirección a ese enrocamiento en su propio mundo, ese gustarse a sí mismo sin otro sentido ni razón, que pareció desatarse en la espantosa Viajes por el Scriptorium. Un hombre en la oscuridad no es, al menos, una horrorosa tomadura de pelo como la anterior. Sólo es una novelita, una poquita cosa impropia de un autor grande. O, tal vez, un testimonio del último estadio en su carrera.
Hace años, Paco Porrúa me comentó que los escritores pierden interés cuando, llegado un determinado estadio de su vida, se convierten en metarreferenciales; cuando cobran consciencia de su propia imagen y del peso de su trayectoria, y se sienten obligados a unas expectativas ya definidas. No estoy totalmente de acuerdo; con Ballard, por ejemplo, no se cumple esa aseveración, pese a que es obvio que lleva años escribiendo deliberadamente ballardadas. Pero el éxito de Ballard no ha sido el de Auster.
A éste, además, le llegó relativamente joven, se convirtió en autor de culto y estudiado con veneración sin cumplir los cincuenta, y ha entrado en la sesentena amenazando con convertirse en una sombra de sí mismo. Un reiterativo repetidor de tics y motivos recurrentes, de trucos metaliterarios y simpáticos guiños al azar, la relación entre la literatura y la realidad etcétera.
El protagonista de Un hombre en la oscuridad es un veterano ex crítico tumbado en su cama, que no puede dormir. Así que se inventa historias. La que le corresponde en la noche en que le acompañamos es la de un hombre que despierta en otro mundo procedente del nuestro: un lugar en el que no existe la guerra de Iraq, pero los Estados Unidos están desgarrados por una guerra civil. Le dicen que la solución al conflicto será que mate a un hombre, el crítico literario en cuestión, que está soñando esa realidad y creándola de esa manera. Trabaja de animador infantil a domicilio, tiene una novia argentina y otros detalles austerianos. No quiere matar a nadie.
La historia, sin el menor valor para un lector en busca de material especulativo, se desarrolla durante un centenar de páginas, alternada a la manera natural de una ensoñación con los pensamientos propios de su creador. Y se interrumpe tan bruscamente como comienza, sin llegar a ninguna parte, para dar paso a una conversación entrañable, pero igualmente poco sustanciosa, del anciano con su también insomne nieta.
¿Quiero decir, por tanto, que una historia debe llevar necesariamente a alguna parte? Obviamente, no. Pero la falta de sustancia de Un hombre en la oscuridad llega rodeada de ecos misteriosos, y apoyada en detalles que homenajean –¿por qué repetir un nombre de otra obra ya es un homenaje que debe ser aplaudido?– a un centenar de referentes con intenciones «importantes». Todo ello da pie a que la contraportada esté repleta de interpretaciones cuasicabalísticas sobre las motivaciones del autor, a que los suplementos culturales se lancen a interpretar oracularmente mensajes escondidos. El objetivo final parece ser convertir con sus párrafos de prosopopeya laudatoria –cómo regatearle algo así a Auster a estas alturas¬– lo que es una novelita más simple que el asa de un cubo en el paradigma de «alto posmodernismo» –leo en El Cultural–.
Parece como que Auster quisiera contar algo, que quisiera reflexionar sobre la sociedad en que vive. Pero me temo que, en realidad, no hay nada de particular. Sólo una historia lanzada al aire, con detalles de algún significado pero sin un objetivo final, trufada de los recursos habituales del autor. Baste citar la frase de un texto que obsesiona al crítico protagonista, y que parece querer resumir el sentir de Auster respecto a esta historia: «El peregrino mundo sigue girando». Es decir, la vida pasa. 200 páginas para vendernos como profundísima conclusión la perogrullada por antonomasia.
Uno tiene la sensación, al cerrar Un hombre en la oscuridad, de que el emperador puede campar desnudo otra temporadita sin dificultades. Lástima; sólo hace tres años de Brooklyn Follies, pero con amplios grupos de corifeos dando respaldo, la cosa parece de mal arreglo.
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