Mis dos sobrinos pequeños (de once y diez años, respectivamente) estudian chino. No porque sea una pijada que les han impuesto sus padres, sino porque se trata de una actividad extraescolar que ofrece un colegio público de la Comunidad de Madrid. Cada vez que los veo se embarcan en diálogos en chino, de los que no entiendo más que algún que otro «xie xie», discuten sobre la entonación de tal o cual palabra y, en definitiva, estoy razonablemente seguro de que no intentan vacilarme y sí es verdad que están manteniendo una conversación más o menos fluida en mandarín. En un momento dado, mi hermano interviene con un «liang bei, pijiu», a lo que ellos replican con carcajadas, y se van a la cocina a trastear en la nevera. Por mi parte, yo bromeo con lo bien que me parece que estudien chino, ya que, dentro de veinte o treinta años, cuando los chinos hayan decidido cobrarnos toda la deuda pública que nos están comprando (no a mí y a vosotros, entendedme), y hayan dejado definitivamente atrás su política histórica de aislamiento internacional y se nos hayan anexionado, nos vendrá muy bien tener a mano a alguien que hable chino, se pueda afiliar al Partido, entre en la red clientelar del comisario político del distrito de Chamberí e interceda por toda la familia. Por supuesto, no desarrollo la bromita mucho más, porque tengo la incómoda sensación de que dentro de veinte o treinta años no me va a parecer ninguna broma, y voy a arrepentirme de haberla proferido alguna vez, e incluso de haber escrito esta reseña, que, por otro lado, será virtualmente imposible de encontrar en internet, porque estará censurada y, a efectos prácticos, será como si, además, no hubiera existido nunca. Otro tanto sucederá con Años de prosperidad, con Chang Koonchung, y su premisa argumental acabará haciéndose realidad: desaparecerán meses enteros de nuestra memoria colectiva. Quien dispone del control sobre la información tiene en sus manos las vidas de los ciudadanos, y si ejerce ese control de manera eficiente puede configurar la realidad a su antojo. Decidir no solo qué es noticia y qué no, qué se cuenta y qué se oculta, sino, en un momento dado, disponer del control sobre la realidad: decidir qué ha sucedido y qué no. El famoso pasaje de 1984 en el que O’Brien le muestra cuatro dedos a Winston Smith y este le dice, convencido, seguro de ello, que hay cuatro dedos, porque es lo que ve, a lo que O’Brien replica con un «¿Y si el Partido te dijese que son cinco?». El Gran Hermano repartiendo soma a millones de personas que viven en casas de paredes de cristal, por referirme en la misma frase al 1984 de George Orwell, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y Nosotros, de Yevgeni Zamiatin… y, por reivindicar la mejor distopía pura que nos presenta un futuro en el que China domina el mundo, la más que estimable China Montaña Zhang, de Maureen F. McHugh.
Toda esta disquisición viene a cuento para contextualizar Años de prosperidad, pero, por supuesto, no es suficiente. Incide en los aspectos centrales de la novela de Chan Koonchung que las reseñas han repetido hasta la saciedad, como la adscripción a la temática distópica, su denuncia implícita del poder casi omnímodo del gobierno chino y la manipulación salvaje que ejerce sobre los medios de comunicación, y el interés evidente que despierta en los lectores occidentales todo aquello que tenga que ver con China, sobre todo si es una crítica abierta a los excesos del régimen. También se ha insistido en que esta novela ha sido censurada, se ha convertido en una novela de culto y está generando cierto debate social, todo el que puede generarse en un estado en el que, literalmente, no se habla de la matanza de Tiananmen porque parece como si no hubiera existido. De nuevo, la frase de O’Brien: «¿Y si el Partido te dijese que aquí solo hay cuatro dedos?». No obstante, hay otros aspectos que hacen igual de interesante esta Años de prosperidad.
Por ejemplo, el vivo retrato que Chan Koonchung realiza de una sociedad cambiante. Por establecer un paralelismo cinematográfico, con esta novela sucede lo mismo que pasó cuando, acostumbrados a las películas de época de Zhang Yimou, unos cuantos espectadores acudimos a ver Keep Cool y nos encontramos con una especie de Al final de la escapada con toques de Dogma, rodada cámara en mano y sin un solo plano en estudio, que retrataba la vida supuestamente rebelde y guay de una pijaza niña de papá que era el máximo exponente de la transición de China hacia el comunismo de mercado. La película no sentó nada bien en su momento (1997), pero nos permitía ver las contradicciones de un sistema que comenzaba a transitar hacia lo que es en la actualidad. Todo ello, por supuesto, narrado en un lenguaje comprensible para el espectador occidental.
A Años de prosperidad le sucede algo muy parecido. Chan Koonchung escribe en primera persona desde el punto de vista de Lao Chen, un escritor que vive un bloqueo creativo con absoluta despreocupación, e incluso con una felicidad inefable. Lao Chen es taiwanés, lo que permite al autor establecer el elemento de distanciamiento necesario para abordar una novela difícil. Taiwán es independiente, sí, pero históricamente forma parte de China. Lao Chen es un chino con mundo, ya que viene de un estado que ha permanecido ajeno a las manipulaciones del Partido Comunista, y además ha vivido en los Estados Unidos, y en ciudades como Shanghái, y ahora recala en Pekín. Ofrece, pues, un punto de vista suficientemente aséptico y distanciado como para parecer más o menos objetivo. Y, no obstante, es feliz, pese a que lleva dos años sin poder escribir ni una sola línea. Nos narra las fiestas de las revistas literarias más prestigiosas, nos ofrece disquisiciones alucinantes sobre la política económica china de inversiones en empresas extranjeras (lean lo relativo a la cadena Starbucks, donde, por cierto, Lao Chen se pasa las mañanas enteras) y nos retrata una galería de personajes a cual más desquiciado que, por momentos, parecen salidos de una versión de Alicia en el País de las Maravillas que hubiera dirigido un Terry Gilliam todavía colocado hasta las cejas con lo que quiera que se hubiera tomado para dirigir Miedo y asco en Las Vegas. Esta referencia a las drogas, como verán si se leen el libro, no es del todo casual. Tenemos a Feng Caodi, un inadaptado social que ofrece el contrapunto humorístico. También está Xiao Xi, una activista democrática de la que Lao Chen estuvo enamorado en la universidad y que desaparece periódicamente para eludir el cerco cada vez más estrecho del aparato represor del Estado… y el de un hijo con modales de miembro de las Juventudes Hitlerianas cuya mayor ilusión consiste en ser comisario político. Por último, tenemos a Jian Lin, un altísimo cargo del Partido que padece de insomnio y que solo lo puede conjurar montando proyecciones privadas de clásicos del cine propagandístico chino de los años de la Revolución Cultural (observen la mala leche del autor) en las que comparte mesa y mantel con Lao Chen y se consume mucho vino…., por supuesto, de Burdeos, y, por supuesto, de añadas excepcionales y fuera del alcance de cualquiera que no sea un altísimo cargo del Partido que lo puede importar saltándose los cauces oficiales.
Con todos estos elementos y personajes, Chan Koonchung nos relata la búsqueda de un mes perdido en la conciencia colectiva china. Sabemos que estamos en el año 2013, que China salió reforzada de la crisis económica que ha arruinado al mundo entero, que toda la población es feliz en grado sumo, y que Lao Chen, un escritor de razonable éxito que viene de Taiwán, no puede escribir ni una sola línea debido a esa felicidad extrema. La irrupción de Feng Caodi (con su incontrolable locura) y Xiao Xi (con su ciberactivismo anticensor) hace surgir en él la duda razonable acerca de la realidad. ¿Por qué motivo hay personas —en su mayor parte drogadictos y gente en tratamiento médico— que tienen recuerdos deslavazados de todo el mes en que se desencadenó la crisis mundial y, sin embargo, China salió airosa y con una prosperidad nunca vista? La trama de la novela gira en un primer momento en torno a la reconstrucción de estos hechos y del porqué de ese olvido masivo y su sustitución por una felicidad generalizada, cuya explicación final no nos aterra por lo verosímil o inverosímil que nos pueda parecer (es decir, por su componente distópico y prospectivo), sino porque no deja de ser algo que ya ha sucedido, y que sucede de continuo. Con respecto a la matanza de la plaza de Tiananmen en 1989, por ejemplo.
Chan Koonchung nos ofrece un relato vivo, divertido y tremebundo de una sociedad sumida en una dicotomía entre el inmovilismo que propugna el poder absoluto (ya se sabe que la finalidad última de cualquier Gran Hermano es borrar el fluir de la historia, eliminar el pasado y el futuro, y hacer que solo exista un presente configurable a su antojo) y los inevitables movimientos de oposición a todo poder omnímodo (representados por una Xiao Xi sexagenaria, como Lao Chen, lo que por otra parte nos habla de la escasa confianza que tiene el autor en la juventud china actual). También es una road movie, que nos permite comprobar otros planos de disidencia, no solo el de las clases medias y medias-altas con acceso a internet, sino el de la China profunda, donde el mero hecho de ser creyente supone un problema muy serio (recuérdense la represión a la secta de Falun Gong, o los continuos conflictos entre las autoridades chinas y la Iglesia católica). Tiene elementos satíricos (personificados en Jian Lin, el alto cargo del Partido que solo logra conciliar el sueño si ve películas de propaganda de la Revolución Cultural) y, por supuesto, posee una carga de género fantástico suficiente como para justificar esta reseña. De hecho, la manera del autor de encarar esa ciencia ficción que tiene lugar aquí y ahora, llena de disquisiciones sobre el mundo actual, dotada de elementos fantásticos muy tenues sobre los que, sin embargo, descansa la premisa argumental, nos ofrece una muy buena definición de lo que desde esta página llamamos «literatura prospectiva». Años de prosperidad es una novela interesante por varios motivos: por sí misma, ya que literariamente es muy satisfactoria (pese a ciertos problemas de tempo interno), como retrato de la sociedad china, y como extrapolación prospectiva de un futuro tan cercano que, de hecho, está sucediendo ahora mismo.
Yo Luis Besa declaro mi más profundo disgusto por el tono de este lamentable artículo, cuyo único fin es empañar los logros de la gloriosa República Popular China. Ruego al comité supervisor de Chamberí que considere que, en modo alguno, los demás colaboradores de esta humilde web, participamos del pensamiento extraviado (y me atrevería a decir que hasta malicioso) del autor (que es una mala persona, probablemente a sueldo de los evidiosos enemigos de la República Popular China). ¡Viva los chinos! ¡Larga vida a las autoridades china!
Por si acaso…
Hmm. Tengo «Nosotros» por leer aun. Lo deje a las 3/4 partes, no pude seguir, me parecia todo tan confuso…
Esta suena muy bien, pero ojo, que parece que nos estamos volviendo «mainstream»! :-P
Besa, te delatas tú solo como un contrarrevolucionario: no haces ni una sola referencia al Gran Timonel. ¡Campo de reeducación ya!
Latro, dale una segunda oportunidad a Nosotros y, si puedes, hazlo con la nueva edición, la de Cátedra: el pedazo de ensayo introductorio de Fer te dará muchas claves, y puede que la novela te acabe encantando. Siempre puedes interpretarla como un 1984 más tremendo (siempre he dicho que, por lo menos, Winston y Julia tienen nombres, mientras que I-330 y D-503 se tienen que conformar con una letra y tres cifras) y mejor escrito. :)
Los que no la hallan leido que miren a otro lado, aviso
No se, si lo que me jodia de Nosotros era el protagonista, que aunque hace un retrato claro de cierto tipo de gilipollas bastante común (que casi podemos ser todos), me traia de los nervios. Arriba el sistema! Abajo el sistema! Menuda puta! La amo! No! Si! Si! No! No se ni que cojones estoy haciendo aqui ni por que!
Pero si, habrá que terminarla algún dia.
Ondiá, acabas de resumir el espíritu de la novela con la misma gracia y lucidez que los de http://www.rinkworks.com/bookaminute/. XDDDDD
Buenas. ¿Podría usted elaborar lo de «mejor escrito»?
Bueno, aquí la vamos a liar con el eterno debate entre formas y fondo: donde dije «mejor escrito», léase «con más vocación literaria» o alguna forma similar. Orwell tenía un estilo periodístico, que lo convierte en un buen escritor que transmite mensajes de manera muy directa, y Zamiatin tenía un estilo mucho más preciosista, con influencias expresionistas, y además algunos autores afirman que padecía sinestesia, por lo que su verbo poético era muy vívido. A eso me refiero con «mejor escrito». El debate está servido. :-D
Por cierto acabo de ver el «ebook» en inglés de este «Años de Prosperidad» y… dios las portadas guiris como son.
Esta nuestra es raruna, con esa china guapa con dolor de barriga y cegera clonada n-veces, pero vamos, la americana parece que te estuvieran vendiendo una cena precongelada o algo.
Eso si, con un cartelito «LA NOVELA PROHIBIDA EN CHINA!!!!!» para que te enteres
Gracias. Y perdón. El problema, que no lo es tanto, es que al decir eso pareciera que 1984 está «mal escrito».
Tranquilo, cp2. En prospectiva, herejías, las justas.
¡Yo quería una polémica! ¿Qué he hecho mal? He sido demasiado educado y he dado argumentos, ¿no? Pues ná, otra vez será. ;)