Cenó temprano, se sirvió un whisky, se recostó en el sofá y encendió la tele para oírse hablar. Como cada noche. Adoraba escucharse en televisión. En prime time.
En el canal estatal la periodista estrella entrevistaba en directo al joven candidato. La campaña electoral había comenzado. Le agradaba aquella periodista. Si no sabías que las preguntas estaban pactadas probablemente no lo notaras. El entrevistado se mostraba elocuente y sincero. Le auguró un gran futuro. Lo vio un rato más antes de cambiar al canal seis.
El cantante del año conversaba sobre su último disco con el presentador del late show de más audiencia. Sus palabras sonaban espontáneas y socialmente comprometidas, su actitud era franca y simpática. El presentador, encantado, lo dejaba hablar más y más. No le extrañó el éxito de aquel tipo. Consultó el reloj. Debía cambiar de canal.
En el nueve la aristócrata más codiciada por la prensa rosa ventilaba en exclusiva los pormenores de su ruptura. El dolor se asomaba a su mirada por más que se esforzara en mantener una actitud positiva, vital. Consiguió no arrojar una lágrima en toda la entrevista. Varios de sus interlocutores —eran corrillo— no lo lograron. Él sonrió satisfecho.
Suficiente. Su egolatría tenía un límite. Apagó la tele, saciado de escucharse. Con la satisfacción del trabajo bien hecho, con el orgullo de reconocerse, un día más, el mejor de su profesión, el asesor de imagen se fue a la cama.
3 comments
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Genial. Da hasta miedo.
Sí que tiene un toque siniestro, te deja pensando…
Efectivamente, te hace pensar. Un estupendo minicuento.