Hace aproximadamente un año y medio leí una novela que me dejó muy satisfecho: Cristales de fuego. Era un space opera como muchos otros pero tenía un dinamismo muy marcado y unas ambiciones bien definidas: entretener al lector con una aventura espacial llena de tópicos, pero también con pinceladas de ciencia ficción especulativa de carácter hard. Para mí fue una de las mejores novelas españolas de ciencia ficción del 2007, sin resultar ninguna obra maestra, pero con un frescura y fluidez que te la hacen recordar por encima de otras de semejantes. Ahora me ha llegado a las manos otra obra del mismo autor, José Antonio Suárez, y tengo que confirmar que repite los esquemas que ya le funcionaron en el pasado. La luz del infinito es un space opera concebido para distraer en el lector, para engancharlo a una trama y estimular nuestra imaginación durante unas horas; al mismo tiempo presenta elementos de reflexión, que no son tratados con profundidad pero que nos dejan sufucientemente satisfechos.
Ciertamente, la novela sigue como decía, unas directrices parecidas a la mencionada Cristales de fuego, aunque aquí utiliza tres o cuatro líneas de acción diferentes en cada capítulo. Por un lado parte de un hecho relativamente poco importante –el estudio etológico y lingüístico de una especie inteligente que recuerda mucho a los narvales de nuestra Tierra– para acabar descubriendo misterios de proporciones cósmicas. Otro elemento concordante entre las tramas de ambas novelas es el equilibrio de poder entre diferentes facciones, las inminentes guerras o las luchas diplomáticas. Los escenarios que nos presenta Suárez están siempre tensos y cualquier excusa es válida por dar pie a un enfrentamiento armado.
Al autor le gusta ir al grano. No te prepara para lo que tiene que venir, escribe con fluidez sobre todos los aspectos sociopolíticos y científicos que rodean un universo donde los humanos se han dividido en dos formas de vida diferentes: los que siguen vinculados a la mortalidad –los de la Tierra y sus colonias– y los errantes, unos humanos que guardan copia de su mente en complejas sistemas informáticos y que una vez muertos pueden reencarnarse en otro cuerpo cultivado artificialmente –siempre que haya disponibles y que la familia de la víctima se lo pueda permitir–. Estos humanos fueron enviados a colonizar la galaxia con la mente almacenada, en los tiempos en que la humanidad no disponía de la tecnología del salto espacial y cuando por lo tanto hacían falta decenas de años para llegar a planetas habitables. Pero una vez aquellas conciencias se desarrollaron en los nuevos mundos, se desvincularon de la Tierra y formaron su propio imperio.
Es curioso cómo el tema de las transferencias de conciencia parece ser un ingrediente clave en diversas novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos. Hace pocas semanas, por ejemplo, tuve el placer de leer Las brigadas fantasma de John Scalzi, donde este tema también era tratado –más a fondo, eso sí–. Éste sería uno de los ingredientes de la trama que invita a la reflexión, pues los errantes no son considerados como humanos por los terráqueos por poseer una tecnología que burla la muerte. A menudo son considerados como animales y por lo tanto utilizados como esclavos. Eso provoca que las diferentes civilizaciones humanas se miren de reojo: Los errantes critican esta práctica esclavista a los terráqueos mientras que los segundos desprecian la falta de libertad de pensamiento de los errantes, sometidos a inteligencias artificiales que pueden modificar sus conciencias para mantener un orden con signos claros de devenir dictatoriales.
A Suárez le encanta navegar entre la diplomacia y la guerra, le gusta escribir sobre batallas y sobre tratados. Y La luz del infinito no es uno excepción: cuando la civilización metahumana de Surya –los primeros errantes– sufre una mortalidad causada por un virus supuestamente de origen terrestre, la escalada de reproches y acusaciones hace pensar en una guerra devastadora entre ésta y la alianza entre Tierra Unida y los utópicos –errantes escindidos de Surya por motivos políticos–. Mientras tanto la comunicación de una científica con unos narvales en un remoto planeta destrozado medioambientalmente puede ayudar a descubrir uno de los mayores misterios del universo.
Leer a Suárez significa hacernos subir la adrenalina; significa mantenernos atentos a unos escenarios muy alejados de nuestro entendimiento pero factibles gracias a la maestría del autor por describírnoslos. Pero a diferencia de la anterior novela, ésta no está suficientemente completada con unos personajes carismáticos. Son demasiado planos y con poca empatía con el lector, de manera que su vida y muerte acaban importando poco. El autor ha preferido dedicar los esfuerzos a plantear un space opera trepidante pero que no quedará tan retenido en la memoria como otras propuestas del autor pues la rapidez en que se desarrollan los acontecimientos va ligada íntimamente a la escasa profundidad de la trama y los personajes. El uso abusivo de diálogos provoca por un lado que la novela sea ágil y amena, pero por otro que le falte capacidad retentiva. Nuestra memoria no guardará demasiados recuerdos de la trama de la novela dentro de unos meses, excepto quizás que ésta nos hizo pasar un rato entretenido.
Podremos disfrutar de una aventura de espionaje, tensiones políticas y algunas batallas –descritas de forma escueta, como para pasar rápidamente a otra cosa– en un universo que tiene su gracia y que puede esconder todavía grandes secretos. Lástima que los misterios de carácter cósmico que resuelve la novela no sean bastantes vinculantes con ésta… La luz del infinito que da título a la novela tiene poco a ver con el argumento complejo sobre conciencias trasplantadas, conflictos diplomáticos y nanobots mortales. Éstos son elementos que quedarán como una prueba más de la capacidad imaginativa del autor.
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