De todos los autores españoles que irrumpieron en la ciencia ficción española en las décadas de los 80 y los 90, Carlos F. Castrosín es uno de los que menos me convence. Frente a la solvencia contrastada de Javier Negrete, Rafael Marín, Juan Miguel Aguilera, Elia Barceló o Rodolfo Martínez, Castrosín siempre me ha dado la sensación de que se quedaba en un discreto segundo plano. Eso sí, hay que reconocer que el madrileño es persistente y no se rinde; continúa escribiendo y es de esperar que algún año tanto esfuerzo dé fruto y logre un libro digno de semejante persistencia. Por desgracia, Todo lo que desaparece no es candidato a este galardón y acaba más bien mereciendo el de obra fallida.
Los errores son una auténtica plaga que azota toda la novela y hacen que el lector frunza el ceño página tras página. Quizá el más clamoroso tenga que ver con su estructura, un volumen de 385 páginas donde las 119 primeras narran una historia que, bruscamente, deja paso a otra radicalmente diferente. Únicamente al final ambas acaban convergiendo, momento en que el lector descubre que esas primeras 119 páginas son una introducción a la historia que narra la novela. Pero claro, esas páginas, debido a su desmesura, sacan al lector totalmente del libro y sólo pueden ser calificadas de tremenda digresión.
Otro fallo clamoroso es una ambientación de futuro cercano que no acaba de funcionar. Me explico. A priori este tipo de ambientaciones debieran ser muy sencillas para los autores dado que una gran parte del escenario es similar a la época actual. Sin embargo, ocurre justo todo lo contrario; son mucho más difíciles que los escenarios situados en un planeta lejano o en un futuro distante. La razón es sencilla: tienen que parecer cotidianos, cercanos a nosotros pero, a la vez, presentar un algo que las convierta en radicalmente ajenos a nuestro hoy. Diferentes de una forma sutil a la vez que trascendental. Y eso, me temo, es mucho más complicado de lo que parece.
Se corre el riesgo, y es lo que le ocurre a Casttosín en este caso, de que el autor cree un presente disfrazado de futuro en el que un par de situaciones actuales reciban otro nombre más rimbombante y un aire de modernidad para dar la sensación de cambio. Luego uno rasca un poco la superficie y se da cuenta de que estamos ante los mismos perros con distintos collares. Por poner ejemplos sacados de Todo lo que desaparece, no basta con crear un robot limpiador cuyo comportamiento a la larga sea similar al de una chacha que no hace bien su trabajo, ni mencionar nombres sugerentes de nuevas drogas ilegales cuyos efectos, al final, no dejan de ser similares a los de una raya de coca o una dosis de speed. En resumen, que lees muchas páginas de supuesta ciencia fición y, al final, te das cuenta que de si cambias unos cuantos nombres te acabas encontrando con una narración de lo más costumbrista y afincada en nuestro ahora y nuestro aquí.
Y luego está el estilo. Da la sensación de que Castrosín se ha propuesto resultar literario, escribir de una forma, digamos, seria y crear unos personajes complejos y bien construidos. Por desgracia, la sensación que me ha dejado la lectura del libro es de total y absoluta artificiosidad. No es que el estilo de Castrosín sea difícil o complejo. La novela se lee a buen ritmo, pero, repito, da la sensación de poseer un estilo muerto, estirado, alambicado, forzado y muy poco natural. Lo que, personalmente, me ha producido una cierta sensación de incomodidad.
Por último, tenemos el final de la historia. No voy a destriparlo pero sí a calificarlo: delirante y absolutamente tópico. A lo largo de Todo lo que desaparece, Castrosín es solemne como el director de un tanatorio. Solemne y serio. Así que me esperaba una resolución del misterio acorde con esta opción, completamente legítima, de su autor. Pero claro, cuando te das cuenta que al final lo único que hay es un pulp de los años 30, con científico loco y monstruos mutantes, la cosa queda igual que un Cristo con dos pistolas. Si nuestro autor iba a sacarse de la manga un homenaje al pulp, un estilo sencillo, directo y desenfadado le hubiese ido de fábula, y no el aire a drama existencial que recorre toda la novela y que acaba chirriando de mala manera. Especialmente cuando, a partir de cierto momento, te das cuenta que la cosa se acerca más a Belknap Long que a Jean Paul Sartre.
Reconozco que mucho de lo que he escrito suena duro e incluso cruel. En ningún momento quiero desmoralizar a Castrosín ni faltarle al respeto, pero sí es cierto que considero que alguien debiera indicarle cuales son sus puntos flacos si, de verdad, algún día pretende escribir una obra redonda; los punto flacos y los fuertes, porque hay algunos aspectos del libro que realmente me parecen interesantes. Por ejemplo, la ambientación nacional, el intentarnos mostrar esa España de dentro de 30 o 50 años, un detalle que me parece fundamental y que echo en falta en la mayoría de los libros de ciencia ficción españoles que leo. O muchas de las cuestiones sobre la industria cosmética que aparecen en el primer tercio del libro, un mundo desconocido para mí pero que me ha llamado poderosamente la atención. Ahí había una historia de ciencia ficción original y potente. Una pena que, al final, se diluyese y el autor cambiase radicalmente de tercio.
Creo que ahondando en estos temas y obviando los errores de los que he hablado antes, es posible que Carlos F. Castrosín nos regale esa gran novela que el aficionado y, especialmente, él mismo se merece. Seré el primero en aplaudir semejante éxito.