Así que uno va, como buenamente puede, pergeñando su obra. Le dedica un tiempo. La revisa, la corrige, la pone a punto. Y luego, tras las dificultades de rigor, consigue que el público acceda a ella. Estrena su película, publica su libro, expone su cuadro, edita su canción… lo que sea.
A partir de ese momento, la ley le reconoce, como autor, una serie de derechos. La propiedad intelectual de su obra, por ejemplo, no puede ser enajenada: es suya y nadie se la puede arrebatar; ni siquiera él mismo (al menos con la legislación europea, que aplica aquí el mismo principio por el que uno no puede venderse como esclavo a sí mismo, por mucho que quiera: a ciertos derechos no puedes renunciar aunque así lo desees). Puede ceder, alquilar o regalar el disfrute de los royalties, pero la obra sigue siendo legalmente suya hasta su muerte y lo será de sus herederos durante sesenta años más, si no me falla la memoria.
Tiene también el derecho de que nadie la altere o la deforme. Aunque yo compre tu cuadro no puedo llegar y decidir que ese cielo azul estaría mucho mejor verde y ponerme a darle brochazos al lienzo. He adquirido ese cuadro, pero no la propiedad intelectual del mismo: no puedo modificarlo.
Pero… ¿puede el autor? ¿Puede el propio autor deformar o alterar su obra?
Desde luego, yo puedo decidir que esa novela que escribí hace veinte años no estaba a la altura de mis pretensiones, que aún no sabía cómo contar todo lo que quería contar y que, por tanto, vale la pena volver sobre ella y, ahora sí, hacerlo bien.
Bueno, sin duda eso es lícito y los autores llevan haciéndolo desde siempre. Sólo que aquí no estoy alterando la obra original, en realidad. Es como si un pintor decidiera volver a pintar un cuadro con todo lo que ahora ha aprendido: hace una nueva composición pictórica y la original sigue ahí, intocada.
Así que, por ese lado, no hay ningún problema. El autor se está limitando a hacer una nueva versión de lo que ya hizo. A volver sobre una cierta peripecia, un cierto tema y narrarlo de nuevo. Pero eso no altera para nada lo que ya hizo en su día.
No está, por tanto, ni alterando ni deformando su obra.
Pero, ¿qué pasa cuando el autor decide que, a todos los efectos, esa nueva versión es la única válida y trata de suplantar con ella a la original?
Lo hizo Raymond Chandler en su día, por ejemplo, negándose a reeditar los cuentos que había “canibalizado” para construir sus novelas de Philip Marlowe. Y lo hizo, por poner un ejemplo más cercano, George Lucas con su trilogía original de las Galaxias. Cuando reestrenó las películas en 1997 con varios insertos digitales afirmó que ésas eran las versiones válidas, las acabadas, las “auténticas”, y que nunca se volverían a estrenar las originales.
Los fans se subieron por las paredes. Pero, bueno, ya se sabe cómo son los fans: pesados y molestos y un tanto exagerados en sus reacciones. Que sean los que te den de comer o los que eleven lo que haces al estatus de “obra de culto” es irrelevante. Qué narices, ellos no son más que espectadores: su único derecho es consumir mi obra y, como mucho, opinar sobre ella, pero jamás decidir cómo debe ser.
¿Seguro?
Bueno, ya decidiremos eso más adelante. Entretanto, recordemos que los fans de Star Wars no cargaron masivamente contra lo inadecuado de los nuevos efectos digitales (que, en algunos casos eran pegotes que no casaban con la imagen original, pero en otros estaban bien integrados) sino sobre un momento que dura menos de un segundo.
Sí, ya sabéis. Cuando Greedo apunta a Han Solo en la taberna y éste lo mata. En la versión original, Han no espera a que Greedo dispare y falle (a poco más de un metro de distancia, menudo cazarrecompensas de mis narices), sino que dispara primero.
Y ése fue el grito de los fans:
¡Han disparó primero!
Con ese mínimo inserto (ya digo, menos de un segundo de reloj) Lucas había pervertido el sentido original de su obra. Había convertido a un contrabandista sin escrúpulos, un superviviente nato que hace lo que tenga que hacer para sobrevivir, en un imbécil que espera a que le disparen primero —confiando en que no le den— antes de devolver el fuego. Que un tipo así haya llegado a ser un contrabandista exitoso es, como poco, sorprendente.
El caso es que ese pequeñísimo instante cambiaba el carácter de un personaje (eliminaba algunas de sus partes más oscuras, digamos) y, al hacerlo, pensaban los fans, se estaba traicionando lo que había sido la película original.
Y me temo que no les faltaba razón al pensar eso.
Sin embargo, quien hizo ese cambio fue el autor de la obra original. Y, ¿por qué no va a hacer el autor lo que quiera con su obra?
Hmmm.
Quizá por no es suya. No del todo. No desde el momento en que la publica. A partir de entonces, diga lo que diga la ley, pasa a ser parte de un acervo cultural común. El autor deja de tener un derecho especial sobre esa obra —que quede claro que no uso “derecho” en un sentido legal— y pasa a ser un espectador más. Sí, con una relación con la obra mucho más cercana que la de cualquier otro espectador, pero eso no le debería dar ningún privilegio extra. Como autor, sin duda tiene derecho a disfrutar de los royalties de lo que ha hecho, pero no debería tenerlo —igual que no debería tenerlo nadie— a modificar, deformar o alterar su obra.
Puede realizar una nueva versión, sin la menor duda —igual que, en buena ley, debería poder realizarla cualquier otra persona— pero nunca con la pretensión de que su nueva versión suplante a la original.
Porque la original ya no es suya. Dejó de serlo en el momento en que la hizo pública y la puso al alcance de los demás.
Hay un viejo proverbio que, aunque no estaba pensado para esto, ejemplifica sin embargo lo que afirmo: soy esclavo de mis palabras y amo de mis silencios. Mientras tu obra siga en el cajón es totalmente tuya. Lo que hagas con ella no le compete a nadie más que a ti: puedes modificarla, puedes negarte a publicarla, puedes destruirla.
Pero una vez que das el paso, una vez que tu obra abandona el silencio y se convierte en palabra articulada en voz alta… cuidado. Ya no eres su único dueño. Ya no tienes potestad total sobre ella.
Puedes pensar que sí, que la tienes, pero deberías darte cuenta de que, a la larga, no la tendrás. Es lo que tiene el tiempo, que lo acaba poniendo todo en su sitio.
Tras la muerte de Chandler, esos cuentos que él no quería reeditar fueron reeditados. ¿Habrá que esperar a la muerte de Lucas para volver a ver la trilogía original tal como fue concebida en su día?
No, en realidad, esto ya ha pasado. El propio Lucas cedió en parte y en una de las últimas ediciones en DVD de la trilogía aparecían ambas versiones, permitiendo así que cada uno escogiera la que prefiriese (algo que ya había hecho su amigo Spielberg con E.T. unos años antes, por cierto).
Pero, incluso aunque Lucas no hubiera dado su brazo a torcer… bueno; si algo puede hacerse, se hará. Y una de las cosas que permite con cierta facilidad la tecnología actual es realizar un nuevo montaje de una película existente. Así que los aficionados no tardaron en tener sus propias copias donde, en efecto, Han había disparado primero. O, yendo más lejos, montajes alternativos de La amenaza fantasma donde Jar-Jar Binks desaparecía del metraje.
¿Es ilícito hacer eso?
En realidad, me parece más lícito que lo que Lucas pretendía. Esos aficionados no alteran la obra original (cosa que sí quería hacer su autor); se limitan a ofrecer —buenas o malas— sus propias versiones.
Tal como lo veo, están en su derecho. O, al menos tanto como el autor. En ese estadio, ya publicada, asimilada, convertida en una parte importante de la cultura popular del siglo XX, son tan dueños de la obra como lo fue en su día su autor.
O deberían serlo.
Exacto. Pero vayamos más lejos. Si realmente ha habido un pecado original en esto, por importancia y por resonancia, ese es Blade Runner. La película original es la que se estrenó primero. Pero para la segunda versión, que en sólo una escena cambia, no un personaje, sino el sentido entero de la obra, Scott esgrime como razón que la película original no es la que él quería rodar, y que su director’s cut sí es lo que él pretendía. Y resulta que el producto resultante a muchos nos parece muy inferior al que parieron a medias él y sus productores.
Eso nos lleva a la máxima: «el producto original es el primero que vio la luz». Aunque viera la luz así por motivos ajenos a la voluntad del autor. Porque si no lo consideramos así, entonces nos estamos ciscando en todo lo que señala el artículo de ahí arriba. O vale para todo o para nada; no hay casos y casos. Y así tendremos que el original de Guerra y paz es el breve, y que los cuentos originales de Carver son los que remozó su editor, no los que acaba de editar Anagrama. Pero entonces… ¿no debería acompañar el nombre del editor al de Carver en su portada?
Complicado, ¿verdad?
Curiosamente, coincido con todo lo que dices en tus comentarios. Sí, es así. Y sí, el tema es complicado.
De hecho, podríamos decir que los autores de «La muerte de Arturo» son Mallory y Caxton.
Y, ojo, me parecería legítimo hacerlo.
Y sí, estoy de acuerdo en que el argumento vale para todo o no vale para nada. El editor no mutilaría o alteraría tu obra si tú no se lo permitieses, así de sencillo. Porque siempre te queda el recurso de negarte a publicarla. Si accedes, si llegas al compromiso, deberías ser consciente de lo que estás haciendo y aceptar las conscuencias de ello. No vale hacer trampa después y decir: «es que lo que yo quería era…».
Sin embargo, en «Blade Runner» han hecho las cosas como debían, desde mi punto de vista. La «lata» que salió hace unos años incluye todas las versiones de la película. Es cosa del espectador decidir cuál prefiere. Ahí no se está deformando ni se intenta sustituir la obra original.
Como dice Rudy, la diferencia con Blade Runner es que en ésta te dejan elegir. En Star Wars la han reescrito, y no tienes más huevos que escuchar la nueva melodía del bar y la nueva melodía de los ewoks, que son francamente hórridas.
Y yo que tiré a la basura los vídeos de la original…