Azares de bazar

Empezó mucho antes, pero no me llamó la atención hasta lo de la ferretería del señor Antonio. Había estado allí, en la esquina, toda la vida, o al menos desde que mi familia se mudó al barrio, mediados los sesenta; un comercio mal iluminado, abarrotado de cachivaches con cables pelados surgiendo de los agujeros más insospechados y un mostrador de madera oscura, marcado por una bruñida red de antiguas cicatrices. Supongo que nada dura eternamente. Cierto día amaneció con un prosaico cartel que anunciaba: “REMATE TOTAL POR JUBILACIÓN”. Fue sustituido dos semanas después por el más escueto: “EN VENTA”.

Una tarde al pasar por enfrente descubrí que habían inaugurado un bazar, de esos que empezaron siendo de Todo a 100 y ahora tienen cien de todo. Entré por curiosidad. El encargado me sonrió, sin decir nada. Jamás hubiera pensado que el local fuera tan espacioso. Hilera tras hilera de trastos inútiles, desfilando bajo la implacable luz de los neones. Salí sin comprar nada, aunque mi falta de entusiasmo no logró perturbar en lo más mínimo la sonrisa del encargado.

Tras la ferretería de Antonio cerró la tienda de regalos, y luego la papelería. La competencia, cabría pensar, sólo que en los locales abandonados se instalaron sendos bazares, indistinguibles del primero. Los mismos artículos, idénticos empleados joviales. Y cayeron a continuación en rápida sucesión la panadería, la floristería y la carnicería. A nadie pareció importarle demasiado. Al fin y al cabo, la compra se hacía casi toda en el supermercado, y para una emergencia, ahí estaban los omnipresentes bazares, donde podía encontrarse casi cualquier cosa, a precios bastante razonables. No constituía una molestia demasiado grande. No era preocupante.

Entonces se me estropeó el ascensor.

No suelo utilizar las escaleras, pues vivo en un quinto. Aquel día lo hice por obligación y descubrí que los García Sampiedro y los López Boj ya no eran mis vecinos. Toda la primera planta del edificio era ahora un inmenso bazar.

El encargado me invitó a pasar con una sonrisa y un cabeceo. Apreté el paso, sin atreverme siquiera a lanzar un vistazo al interior del establecimiento. Conocía al dedillo lo que podía esperar encontrar en él. Me avituallé rápido en el súper y corrí a parapetarme de vuelta a casa. Ojos risueños de empleados de bazares me siguieron durante todo el recorrido.

Los acontecimientos se precipitaron. Lo constaté con impotente angustia desde la ventana del comedor. Cuando me encontraba con alguien conocido, en mis tímidas excursiones de aprovisionamiento, los dos girábamos la cabeza para no tener que entablar una conversación casual. ¿De qué podíamos hablar? ¿De los bazares? 

Hace cinco días que no planto un pie más allá de la puerta. La última vez que me aventuré al exterior, la plaga se había extendido más allá del tercero, con unas pelotas de playa colonizando, como quien no quiere la cosa, la escalera hasta el primer descansillo. Podría llamar por teléfono a Ramona, la viuda del cuarto B, pero tengo miedo de que salte un contestador automático, invitándome a adquirir lo que quiera, a un precio muy razonable. Pero eso no es lo peor…

Lo peor es que no sé de dónde ha salido el buda dorado que ha asentado sus orondas posaderas en el microondas. Además, juraría que al final no había caído en la tentación de comprarme la bola de plasma que relampaguea sobre la mesa del comedor.

No sé si me acostaré esta noche. Por debajo de la puerta de mi habitación se filtra una luz blanca de lo más inquietante.

4 comments

  1. Como terapeuta no licenciado pero diestro en y desenvuento como nadie entre las mentes torturadas y enfermas de nuestra sociedad del ventedureo , mi consejo es, que no le pongas tanto curry al » aloz flito » «PANDONG» por las noches.
    de nada.

  2. Excelente efímero. Me pareció casi una especie de bazares «zombies», explotando por todo lado y cercando al protagonista. :)

Comments are closed.