Le llaman SuperMáquinaDeEscribir.
Obtuvo sus poderes en Francia, en la carretera que va de Villandry a Rigny-Ussé. Allí, el teclado de un ordenador mutante, fugado de una central nuclear próxima, le mordió. Los técnicos de la central, vestidos con trajes blancos de máxima protección, capturaron el ordenador, pero, ignorantes de lo ocurrido, dejaron marchar a nuestro héroe. Gran error.
Desde entonces, SuperMáquinaDeEscribir continúa de día con su personalidad secreta de un humilde genio loco anodino. Pero, llegada la noche, se viste con su traje de superhéroe (zapatillas de andar por casa, bata de franela en invierno, camiseta de Star Trek en verano), se sienta ante un ordenador obsoleto sin videojuegos y comienza a consumir cantidades ingentes de drogas legales: tabaco y alcohol, por supuesto, pero también antihistamínicos, paracetamol, omeprazol, almax.
Algunos seguimos sus hazañas con fruición.
Aunque es un superhéroe solitario, sabe que hay otros como él. Distingue fácilmente a los impostores por su falta de originalidad, sus argumentos manidos, sus finales decepcionantes. Cuando encuentra uno de éstos, se vuelve implacable.
Es peligroso mientras escribe. Es peligroso mientras piensa. Si te encuentras con él, háblale de fútbol, que le da igual. No hables de ciencia ficción, menos aún de los autores locales y, en ningún caso, hagas una crítica razonada de lo que escribe. Si le tocas uno de sus finales, las consecuencias pueden ser imprevisibles.
Nadie ha demostrado que no pueda transmitir su enfermedad. A mordiscos, como la adquirió.