William F. Nolan y George C. Johnson publicaron en 1967 Logan’s Run: literalmente "La carrera de Logan", aunque nosotros la conocimos en España como La fuga de Logan, sobre todo por la adaptación cinematográfica de Michael Anderson en 1976.
Calificada por los críticos postmodernos -que tanto saben- de ser una obra un tanto “infantiloide”, lo cierto es que se trata de un relato entretenido que, como todo, hay que situar en su época. Y para haber sido escrita entonces, lo está francamente bien. Describe una sociedad del futuro donde, habida cuenta los recursos disponibles y para evitar los problemas de la superpoblación y el caos ecológico consecuente, los seres humanos deben renunciar a vivir más allá de los 21 años.
Hasta entonces, su vida es un paraíso tecnológico dentro de un domo de cristal protegido del exterior, de acuerdo con esa idea tan generalizada como estupidizante de que el “paraíso” consiste en limitarse a perder el tiempo mirando a las musarañas sin responsabilidades ni desafíos que afrontar. Todo lo más, disfrutando de placeres primarios como el sexo, la comida, la siesta y poco más… Eso sí: cuando el ciudadano llega a los 21 años, debe dirigirse voluntariamente (o en algún caso, ser forzado a ello) al Carrusel, espectáculo público en el que entrega su vida y deja sitio para que nazca un nuevo ciudadano.
La aventura comienza cuando uno de los aletargados habitantes del domo, el mencionado Logan, se muestra reacio a cumplir su parte del trato con el Estado y, después de haber disfrutado durante toda su vida de los muelles beneficios de esta especie de pacto diabólico, decide escaparse en busca de un lugar conocido como el Santuario, que nadie sabe donde está pero que, como su nombre indica, acoge a aquéllos que antes de él decidieron (y lograron) huir del robótico destino para vivir todo lo que su cuerpo dé de sí, en lugar de un simple par de decenios prefijados desde el momento de su nacimiento.
En realidad, el motivo (o la justificación) de fondo para la huida es acompañar a Jessica, otra ciudadana del domo de la cual se ha enamorado y que es quien le inicia en el mito del Santuario. Teniendo en cuenta que en España la esperanza de vida está ahora mismo en una media en torno a los 79 años y que el nuestro es el segundo país, tras Japón, donde viven más personas con más de un siglo de edad, sería interesante observar las reacciones del ficticio Logan si, en medio de su peripecia, se encontrara de pronto con un señor de Albacete, por poner un caso, que le quintuplicara la edad. Es como si nosotros de pronto nos diéramos de frente con una persona de 500 años. ¿Es posible esto: encontrarnos con alguien de medio milenio de edad? ¿Llegar a cumplir semejante aniversario nosotros mismo?
Científicos hay que están convencidos de ello y de hecho trabajan desde hace tiempo precisamente por hacer realidad uno de los temas de fondo de la CF: el anhelo de inmortalidad física. Uno de ellos ha estado recientemente en España. Es el biomédico y gerontólogo inglés, presidente de la Fundación Matusalén y redactor jefe de la revista académica The Rejuvenation Research (Investigación para el rejuvenecimiento) Aubrey de Grey. Autor del celebrado, en círculos especializados, The mitochondrial free radical theory of aging (La teoría del envejecimiento de los radicales libres mitocondriales), investiga desde hace años una tecnología específica para el rejuvenecimiento del cuerpo humano que recibe el abracadabrante nombre de, ojo, Senescencia Negligible Ingenierizada (¡supera eso, Asimov!).
Hablando en plata, De Grey (junto a estas líneas) ha identificado siete tipos concretos de daños a tejidos causados por el envejecimiento que debemos aprender a sanar y reconstruir médicamente antes de alcanzar lo que cree estaría entonces al alcance de sus manos: la reparación física de cualquier parte del cuerpo afectada por estas razones y, en consecuencia, el alargamiento de la vida humana por un tiempo indefinido. Lo que es casi como decir: para siempre.
Curiosamente, su profesión contrasta y mucho con su imagen: a medio camino entre el hijo del Moisés más hollywoodense y un desvencijado Merlín de su primera época. Pero es sin duda uno de los niños mimados por el siniestro linaje de esos poderosos del mundo con mucho dinero en el bolsillo y ninguna gana de abandonar el planeta Tierra a pesar de su avanzada edad. Hablamos de gente dispuesta a invertir millones en cualquier tecnología que les permita alargar su estancia en esta realidad tridimensional aunque sea por unas breves horas más. El dinero circula a través de sus fundaciones, de aspecto solidario y filantrópico, que costean las investigaciones más complejas y los experimentos más radicales, en teoría para beneficiar a toda la Humanidad pero en realidad para ser aplicadas si tienen éxito en quienes aportan los fondos.
El que paga, manda: es una ley universal, aunque De Grey niegue que la eterna juventud que él busca pueda llegar a ser un privilegio de ricos o de países desarrollados, porque después de todo “hace cien años ningún país tenía sistemas públicos de prevención de salud y desde entonces han cambiado mucho las cosas”. Seguro que sí. Como que es lo mismo la Seguridad Social en España que la cobertura de salud general en Estados Unidos. O, sin salir de por aquí, la medicina pública que la de las clínicas privadas.
Durante su breve estancia en España, De Grey ha pronosticado que seremos capaces de vivir no el medio siglo de nuestro ejemplo albaceteño, sino nada menos que mil años…, como poco (un Reino de Mil Años…, ¿dónde he oído esto antes?). Es más, nuestra generación aún llegará a verlo, si no a “disfrutarlo”, porque según él los avances científicos que posibilitarán las reparaciones celulares y moleculares diagnosticadas por su trabajo serán una realidad en unos 30 años. A mí me pillará un poco talludito, en realidad, aunque podría ser candidato si pudiera “evitar el sobrepeso, el tabaco y la hipertensión, seguir una dieta sana y tener suerte desde el punto de vista genético”, según las condiciones que él mismo especifica para hacer realidad su sueño, y que por cierto se parecen a las de tantos médicos para vivir más o menos saludablemente.
"Mis predicciones pueden parecer ciencia-ficción”, decía el hombre, “pero lo mismo sucedía años atrás con hechos como los transplantes, que hace cincuenta años eran impensables y hoy son una realidad, una terapia normal que incluso se puede practicar sin necesidad de inmunosupresión, un hito en la ingeniería de los órganos”. Esta última expresión, tan corriente entre ciertos médicos especialistas, siempre me ha repugnado especialmente: limita el ser humano a una simple máquina, y yo en lo particular me identifico con el conductor de esa máquina.
Un poco en la misma línea está la siguiente eugenésica declaración: “Con estrategias de bioingeniería para evitar la senectud las mujeres podrán procrear hasta los cincuenta o los setenta años, lo que supondrá la desaparición de la selección natural de la especie que hasta ahora ha garantizado la evolución” (Pero, entonces, ¿los niños no se irán de casa hasta los cincuenta o sesenta años? No sé yo si muchos padres estarían de acuerdo con esta propuesta). Esta especie de inmortalidad inducida no suprime la posibilidad de fallecer, pero el óbito se produciría en ese caso sólo por causas externas, como los accidentes de tráfico o los Apocalipsis que podamos generar, habida cuenta nuestra facilidad para matar a otros seres humanos…
El debate sobre si es apetecible o no una vida de mil años puede ser moral pero, ante todo, lo es existencial: ¿de verdad estamos dispuestos a deambular tanto tiempo seguido por este mundo? Vale que podríamos por fin terminar de leer todos los libros que aún nos llaman, suplicantes como sirenas, desde los escollos de nuestras librerías. Que podríamos, tal vez, terminar por fin nuestra primera novela. O aprender a tocar la guitarra. O incluso graduarnos en ese curso de inglés que ofrecen los periódicos. Pero ¿cuánto tiempo tardaríamos en aburrirnos de la vida? ¿Cuánto en dejar de sorprendernos las cosas y, aún más, las personas? ¿Hay acaso relación humana factible (sin un desarrollo interior paralelo) que aguantara tanto tiempo sin deteriorarse? ¿Cuánto tardaríamos en empezar a explorar los caminos más sádicos, más brutales, en busca de emociones nuevas que dieran algún sentido a nuestra existencia? ¿Cuánto en empezar a despedazarnos unos a otros sólo por pasar el rato? ¿Cuánto en convertirnos en seres obtusos, desinteresados del universo, como en aquel famoso cuento de Borges? Por resumirlo aún más y como diría Queen en la banda sonora de Los Inmortales: "Who wants to live forever?" Yo no: personalmente, me atrae bastante más la reencarnación.
Imagina ser «inmortal». La palabra lo define, no podrías morir, jamás. A no ser que puedas resetear tu memoria cada cierta cantidad de años para «volver a vivir», la sola visión de una existencia a través de los eones es desesperante. El objetivo final de cualquier inmortal sería morir.
Prefiero la «Invulnerabilidad», vivir una vida longeva y sin miedo, ver crecer a mis hijos, nietos, bisnietos y sus descendientes. Y morir en paz cuando haya cumplido todas mis metas y realizado todos mis sueños.
Si alguien de verdad quiere ser inmortal, que lo piense mil veces.
No puedo evitar traer a colación otra joya de los 70 con despliegue de efectos especiales de órdago y temática similar a la de La fuga de Logan (comunidad de ciudadanos avanzados que cohabitan en un edén sin mácula): Zardoz, del ínclito John Boorman (Excalibur), con Sean Connery (que se pasa media película o la película entera enfundado en una especie de trikini rojo de lo más molón). Destaca entre otras muchas filosofadas de tocador no exentas de enjundia el tratamiento que reciben los ancianos en este idílico y refinadísimo Parnaso. Y sí, en este caso los habitantes de la comunidad en cuestión son inmortales (aunque con restricciones a modo de castigo).
http://www.imdb.com/title/tt0070948/