La declaración de intenciones es un arma de doble filo. Por un lado es de agradecer que el autor quiera anunciar previamente qué se propone con el trabajo que estamos a punto de leer, pero por otra parte la mencionada declaración puede condicionarnos a leer la obra bajo unas perspectivas que quizás no hubiéramos tenido en cuenta. En este caso, Orson Scott Card y Aaron Johnston nos comentan a priori que la obra que leeremos está pensada en base a un guión cinematográfico (Johnston es guionista) quizás como escudándose por si no hubiese quedado suficientemente redonda. No hacía falta que lo anunciaran, sinceramente. Después de leer un par de capítulos es obvio que Tratamiento invasor persigue más transmitir emociones visuales que literarias.
Su estructura es fiel a cualquier thriller de acción de Hollywood y lo que al principio parece una idea interesante, con posibilidades de fomentar un debate interno en el lector, se pierde en persecuciones, escenas de acción y diálogos insustanciales. En resumidas cuentas, la parte del guión aflora mucho más que la parte trabajada por Card y nos deja con una ceja alzada y un sentimiento de incredulidad mientras intentamos continuar leyendo una novela que mantiene pocas expectativas de resultar satisfactoria.
Tratamiento invasor es una oportunidad perdida para tratar el debate biomédico y las posibilidades de las clonaciones a favor de personajes megalomaníacos estereotipados y sin ningún carisma. La trama empieza con el efecto sorpresa de cualquier thriller de hoy día: un rapto de indigentes que son dirigidos a un destino misterioso (¿no fue Spielberg quien dijo que si una película no mostraba un hecho chocante en sus primeros cinco minutos de metraje, el público perdía el interés?). Los curadores, un tipo se secta que guarece de forma desinteresada a personas con enfermedades genéticas, se está ganando el favor de la población de Los Ángeles. Mientras tanto la ARB (Agencia de Riesgo Biológico) investiga los virus que estos curadores utilizan para sus fines. Frank Hartman es el médico protagonista que encuentra un antivirus para contrarrestar los efectos (¡atención!) benignos de los virus. Un personaje de buena fe, que ha perdido a su hija recientemente por enfermedad y a su mujer por un divorcio. La otra línea de acción está protagonizada por una cirujano torácica –divorciada– que, casualmente, tiene un hijo de seis años que quiere proteger por encima de cualquier cosa. Las dos líneas argumentales convergerán y no hace falta que diga cómo acabará todo, ¿verdad?
Pero lo más triste es que las clonaciones, virus malignos y, sobre todo, la idea de si la medicina tiene que seguir su curso aunque el gobierno no lo apruebe, se deshace una vez conocemos las verdaderas intenciones del líder de los curadores. Además existe en todo momento una sensación de incredulidad constante. Vaya, que no nos creemos en ningún momento las apuestas científicas de Card y Johnston. Otras novelas que tratan temas parecidos como Parque Jurásico no han propiciado en mí esta falta de credulidad. Además hay que añadir algunas incongruencias argumentales hacia la parte final de Tratamiento invasor que se escapan de las manos de los autores y que aportan todavía más argumentos en contra de ésta.
Si a eso le sumamos que muchos aspectos resultan previsibles y que está repleta de escenas típicas y tópicas pensadas para la gran pantalla, en medio de algunos de los diálogos más ramplones y torpes que he leído nunca, acabamos pensando que a pesar de la envidiable situación de Card como novelista (hay que decir que la novela es entretenida por momentos), mejor que abandone el proyecto de novelizar guiones de cine aunque estén basados en cuentos suyos y se dedique a encontrar fórmulas originales de continuar con su carrera.