por Manuel de los Reyes.
Cuando comencé mi andadura como traductor literario, hace diez años, tardó poco en llamarme la atención el curioso hecho de que se preste tanta atención a las traducciones dentro del fándom, en ocasiones con una meticulosidad disectiva rayana en el sadismo. Y digo «curioso», porque estas críticas se dividen casi invariablemente en dos y sólo dos categorías, a saber: desfavorables e inexistentes. En muy contados casos podemos encontrar traductores que hayan sabido ganarse un hueco en el acerado corazoncito de ese lobo feroz que es el lector de literatura fantástica medio (me vienen a la mente Cristina Macía, Mila López o José María Faraldo, por poner unos pocos ejemplos contemporáneos rápidos), peculiar circunstancia que se me antoja no muy disímil del fenómeno entrenador de fútbol que todos parecemos llevar dentro, da igual que no hayamos tocado un balón desde los recreos de EGB u otra época igual de cretácica.
Al contrario que en el fútbol, no obstante, donde el aficionado desde joven encuentra un ídolo y se propone seguir sus admirados pasos para convertirse en el nuevo Maradona, Pelé o el jugador que más gane hoy en día, la vocación por la traducción suele entrar en el torrente sanguíneo del San Jerónimo en ciernes por la vena mala. O, por decirlo de otra manera, donde uno aspira a seguir los pasos de su estrella predilecta («esos goles son los que a mí me gustaría meter siempre»), el otro ambiciona todo lo contrario («esos errores son los que a mí no me gustaría cometer nunca»). Yo nunca fui de los primeros, la verdad, pero sí un poco de los segundos, y puedo dar fe de lo crueles que son a veces las lecciones de la vida. O —y aun a riesgo de repetirme— por decirlo de otra manera: esto no es tan fácil como parece.
En palabras de Antonio Gil de Carrasco, del Instituto Cervantes: «El desarrollo del proceso de traducción literaria no es, en principio, diferente del de otras clases de traducción, como son la traducción científico-técnica, legal, bíblica y de otros escritos religiosos, etc. El problema reside en establecer criterios de calidad, criterios que nos permitan calificar el producto de acertado. No se puede juzgar una traducción ni de buena, ni de mala, ya que son juicios subjetivos y globales que bloquean la posibilidad de un análisis detallado. Además, bueno y malo son posiciones extremas que se asemejan a criterios morales que nada tienen que ver cuando juzgamos un producto de la inteligencia y del espíritu humano.» Y sin embargo, polarizar es algo que llevamos dentro, es un impulso atávico inevitable, de ahí que prácticamente a diario nos encontremos en revistas, foros y portales online alusiones a las bondades (maldades, más bien) de las traducciones de nuestras editoriales especializadas en literatura fantástica. Lo peor es que muchas veces las críticas van bien atinadas y le pegan en toda la frente a unas traducciones sin un mínimo de calidad admisible. ¿Por qué se traduce tan mal nuestro género favorito? Aunque la pregunta sea medio retórica, se me ocurren varias respuestas.
Del mismo modo que la labor del editor de literatura fantástica es más arriesgada que la ya de por sí bastante arriesgada labor del editor de cualquier otro género, la labor del traductor de literatura fantástica está peor remunerada que la ya de por sí poco remunerada labor del traductor de cualquier otro género. La traducción jurada, técnica, médica… de cualquier tipo, en definitiva, se paga mejor que la literaria; y dentro de ésta, la generalista, la romántica, la detectivesca etc., se pagan mejor que la fantástica, por dos razones principalmente: 1) Se vende menos literatura fantástica que de otros géneros, las tiradas son más pequeñas y el sueldo de todos los implicados en el proceso editorial debe ajustarse en consecuencia. 2) A menor media salarial, menor atractivo para el profesional de la traducción, que tiene muchos y variados pastos más verdes donde elegir. Súmese a esto el hecho de que la inmensa mayoría de la literatura fantástica se traduce del inglés, lengua que hoy por hoy domina todo el mundo (o eso se creen… o eso nos creemos) y su gato.
Por echar unas cuentas rápidas, a modo de ejemplo ilustrativo, si un traductor se ventila diariamente un promedio de 10 páginas, trabajando sus ocho horas de lunes a viernes, lo normal es que tenga 200 páginas listas en un mes (en crudo, sin revisar, sólo traducidas). Para una novela de 300 páginas (de las que cada vez van quedando menos, ahora se lleva el ladrillo de 400, 500 o más), necesitará seis semanas. Sin fallar ni un solo día. En función de la tarifa acordada con el editor, esto puede suponer entre 900 y 1.200 euros. Por menos ni siquiera merece la pena levantarse de la cama, que decía aquella, y es difícil encontrar editoriales de género que paguen más. Cuando pagan, que ésa es otra; y cuando se respetan los derechos de autor, que también… Échale los días que se tarde en revisar la traducción, los días «tontos» (visitas al médico, gestiones administrativas varias… todo eso que para el trabajador autónomo supone una inversión de tiempo/dinero), los días no tan tontos pero que se atasca uno con tal o cual término o expresión… Es fácil darse cuenta de que algo no cuadra: Ningún titulado universitario va a someterse por gusto a los rigores de un trabajo que posiblemente nunca llegue a reportarle más de 1.000 euros al mes, y eso con suerte. O no en exclusiva, al menos.
Aunque no queramos hablar de traducciones «buenas» o «malas», hay varios criterios que ayudan a determinar la calidad de un texto literario traducido, sin limitarnos meramente a lo superficial (variedad léxica, ortografía, ortotipografía…) o a atributos meramente subjetivos (el «esta novela no sé si no se puede leer por culpa del autor o del traductor» tan incomprensiblemente de moda últimamente), como sería la adecuada traslación de las particularidades afectivas, ideoexpresivas, interculturales o extralingüísticas entre el texto de partida (TP) y el de llegada (TL). Que las palabras del TL tengan sentido de por sí no lo es todo («Están lloviendo gatos y perros» es una frase tan sintácticamente correcta como semánticamente improbable, pero todavía tendría un pase si no fuera una «mala» traducción, interculturalmente hablando), no basta con colocar palabras a vuela pluma y confiar en nuestra pericia para poner cada uve y cada be donde toca mientras miramos el reloj o el calendario y pensamos que otra vez no llegamos a la fecha de entrega, o que la semana que viene toca pagar el agua y la luz.
El grado de exigencia al que se ve sometido el traductor literario de género, unido a la dificultad y la heterogeneidad de los textos (ora hay que vérselas con términos inventados, ora con registros arcaizantes, ora con discursos ultramodernos, ora con glosarios inexactos o directamente inexistentes, ora…), más la relativa modestia de los ingresos obtenidos en comparación con otras ramas de la profesión, convierten a la literatura fantástica en terreno abonado para traductores «a tiempo parcial», a los que esta actividad sólo les supone una bonificación añadida al salario fijo provisto por cualquiera que sea su actividad profesional principal; para traductores «altruistas», a los que traducir novelas por poco o ningún dinero les trae sin cuidado, todo sea por ver su nombre en los créditos; para traductores tipo «flor de un día», a los que el trabajo les llama por el motivo que sea y, tras ver en qué consiste realmente, no les vuelve a apetecer repetir; a traductores «por inercia», a los que la calidad de su trabajo sólo les permite optar a colaborar con editoriales poco escrupulosas que anteponen lo asequible a lo excelente…
No todo es tan negro como lo pinto, desde luego, pues todos estos modelos de traductores no son exclusivos del género, pero sí es en él donde se da una concentración de ellos lo bastante elevada como para explicar en parte la mala imagen de la profesión entre el fándom y la crítica especializada. El lector tiene derecho a quejarse si descubre por ejemplo que, después de tres números de la serie X traducidos por Fulanito, el cuarto volumen tiene como traductor a Menganito, que no sólo parece desconocer por completo el corpus léxico consuetudinario a la saga, sino que además parece haberse pasado el glosario por el forro de la axila. Pero también tiene derecho a saber que posiblemente ese glosario ni siquiera exista, que si Fulanito ha dejado de traducir la serie es porque lo mismo ha dejado de traducir por completo y se dedica ahora a pasatiempos más lucrativos, que Menganito se ha visto metido en un berenjenal del que habrá intentado salir lo mejor parado posible sin perder dinero en el intento (verbigracia, dedicándole el tiempo justo al necesario proceso de documentación previo al comienzo de la traducción), y que, a la postre, el editor ya ha tenido todo esto en cuenta y ha publicado ese cuarto volumen de la serie sabiendo a lo que se arriesgaba. Total, como si por mimar las traducciones fuera a vender más, parece ser el pensamiento generalizado.
No sé si en el futuro se traducirá mejor que ahora, pero si los aficionados continúan sin conformarse con mediocridades y los editores siguen reconociendo cada vez más el valor de una «buena» traducción frente a una «mala», es posible que sean cada vez más los traductores literarios que se sientan atraídos por la literatura de género, mejora de las tarifas actuales mediante. Siquiera como reto profesional.
Enhorabuena, Manuel. Has escrito un artículo que pone sobre la mesa muchos aspectos que los neófitos desconocíamos en su mayor parte. Yo he sido de los que, hace años, metió palos a varios traductores sin mucho criterio por cosas que aprendí a ver que no estaban en sus manos. De todas formas es triste ver cómo los lectores seguimos premiando a editoriales que siguen haciendo trastadas como algunas que se comentan en los foros…
Digo lo mismo que Nacho. En «este nuestro género» al final resulta que el malo es el traductor cuando muchas veces no tiene culpa…… Yo también he tirado a dar sobre algunas traducciones sin conocer los entresijos.
A ver si poco a poco los editores que todos conocemos y que pagan considerablemente menos empiezan a tratar a los traductores en condiciones y así todos saldremos ganando.
Muy buen artículo sobre un asunto sobre el que hay tanta ignorancia (y yo soy el primer ignorante, que conste). Volviendo a la metáfora del fútbol que usabas, creo que los traductores son a los escritores lo que los árbitros a los jugadores.
Puestos a seguir con la metáfora (y perdón si meto la pata, que mi ingnorancia balompédica podría llenar varias enciclopedias galácticas), quizá habría que aplicar la misma máxima que a los árbitros, entonces: «un buen traductor debe ser invisible».
Y quizá por eso (salvo sonadas y contadas excepciones) cuando un traductor hace su trabajo de un modo profesional, impecable y de primera no recibe ninguna alabanza. Tal vez porque el traductor sólo «se nota» cuando hace una mala traducción (con todos los entrecomillados y matizaciones que se le quieran poner a «mala», por supuesto).
Interesante este artículo/entrevista en el que tres premios nacionales de traducción hablan sobre su oficio
http://www.babelxelsabio.com/contenido.php?modulo=detalle&volver=inicio&tabla=noticias&id=97
A destacar: «A la mayoría les tiene sin cuidado la traducción. Lo que quieren es que les salga barata. Y las tarifas están bajando.»
¡Qué pena!