2012, de Roland Emmerich

2012 lleva a su máxima expresión el cine catastrofista —aunque no faltará quien lo apode “catastrófico”—. Roland Emmerich toma como mero pretexto el final del mundo anunciado en el calendario maya, pues su función en la película es meramente anecdótica, para realizar un despliegue desmesurado de catástrofes naturales, que adquieren, bajo la excusa del armagedón, dimensiones desmedidas y colosales.

Con un presupuesto exorbitante, los efectos especiales deslumbran por su opulencia, mostrando escenas épicas a causa del desplazamiento de las placas tectónicas. Así, el terremoto de California y su hundimiento en el océano, la explosión del volcán en el parque natural de Yellowston, el tsunami sobre Washington —con la guinda del portaaviones incluido— o las inundaciones que desbordan la cordillera del Himalaya exhiben imágenes prodigiosas de portentosa espectacularidad.

Sin embargo, como ya vaticinaba el comentario de Ricardo Manzanaro cuando anticipaba los estrenos del mes en esta misma web, poco más se digna a ofrecer la película. De hecho, el argumento es tan endeble, que más allá de los efectos especiales sólo quedan una serie de situaciones forzadas con personajes inverosímiles. La débil línea argumental se torna en espantosa cuando se recurre a la inconfundible familia protagonista formada por la estereotipada pareja de divorciados con un hijo y una hija, con el vértice —cada vez menos original— del triángulo amoroso del actual compañero de la mujer.

Ni qué decir tiene que el amor materno y paternofilial y los sentimientos latentes entre los excónyuges salvarán —a la par que justificarán— cualquier peligro y/o impedimento que termine con una consumación duradera de los valores familiares tradicionales. Junto al modelo de familia picapiedra desfilarán una infinitud de personajes secundarios. Éstos no tienen otra función que mostrar los efectos de las catástrofes en diferentes partes del globo, lo cual exige una continua ruptura de la unidad de acción, con relaciones interpersonales más que forzadas, las cuales intensifican la sensación de que la trama ha sido elaborada como añadido posterior, y accesorio, a las catástrofes y los lugares que se querían mostrar. De ahí que los personajes pierdan consistencia a favor de la toponimia en la que se encuentran, limitándose a justificar la colocación estratégica de las cámaras en la primera fila de los desastres.

Tras la presentación de la trama y las impactantes hecatombes iniciales, que ocupan la primera hora y media de película, la salvación in extremis por medio del manido recurso ad hoc se vuelve inaceptable. Tal es lo forzado de las situaciones que llegan a alcanzar límites más que ridículos. Sirva de ejemplo el pasar una noche atravesando un glaciar en las alturas de la cordillera del Himalaya con personajes no sólo sin ninguna ropa de abrigo, sino que además en americana, pijama o zapatos de tacón. Aunque si eso es censurable, imagínense la cara que se le queda al espectador o espectadora ante la sufrida decisión de un bondadoso presidente de los EE UU sacrificando su vida por mantenerse con su pueblo —eso sí, después de haber preparado la salvación de la especie humana y de su cultura vendiendo los billetes al mejor postor y asesinando sin escrúpulos a cualquiera que atisbase descubrir la operación—. Esta idealización de la clase política americana, discursitos patrióticos y morales incluidos, no debe sorprendernos, pues se han acabado convirtiendo en un recurso habitual de Emmerich.

El despropósito argumental hace desmerecer lo poco salvable más allá de los efectos especiales, como la justificación (seudo-)científica del desplazamiento de las placas tectónicas, las arcas de Noé bíblicas o la excéntrica interpretación de Woody Harrelson.

Es evidente que el dinero impera en estas superproducciones; sin embargo, permanece la curiosidad de qué hubiese ocurrido si la idea originaria hubiese sido acompañada de una línea argumental medianamente decente; si se hubiese omitido la risible propaganda política; o si se hubiese trabajado la mediocre caracterización arquetípica de los personajes (por cierto, escandalosos los estereotipos nacionales y de género, pero eso es algo que ya ha normalizado el cine comercial). O más imposible aún: ¿qué hubiese ocurrido si se hubiese optado por un personaje colectivo?; ¿o si se hubiese seguido una narración similar a la de Stapledon en El hacedor de estrellas? Para estas preguntas sólo hay segura una respuesta: 2012 recaudaría mucho menos dinero.

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